
.....Sucedió en el siglo XVI. Amaneció una mañana espléndida de otoño, sin nubes en el cielo, ni la más leve señal de posible tempestad. Aquella mañana salieron varias lanchas de pesca, pasaron el Puerto, izaron o subieron las velas, que se hincharon de gusto al recibir el cariñoso empuje de la brisa, siguiendo adelante, prometiéndoselas muy felices los marineros en tan hermoso día.
.....La mar estaba en calma, solo agitaba su superficie el aire matinal rizando pequeños copos de espuma que parecían erguir sus penachos únicamente para saludar a las embarcaciones, antiguas conocidas suyas.
.....Reflejábase el sol en todas las extensiones de la mar, abrillantándolas con tonos metálicos y en cada rayo de luz parecía enviar a los pescadores un rayo de esperanza, al tiempo que difundía suave calor en el ambiente, saturado aun de la helada noche.
.....Muy cerca del mediodía, cambió el panorama. En la línea donde la mar y el cielo se confunden, aparecieron nubecillas y más tarde se tiñó la mar a lo lejos con tintes negruzcos. Aunque para el profano nada presagiaban estas señales, los marineros más precavidos procuraron acercarse al Puerto a toda velocidad. Una racha de viento sur pasó de pronto, levantando gran oleaje y haciendo girar sobre sí mismas a las descuidadas embarcaciones.
.....Recogieron las velas, echaron mano a los remos y emprendieron el camino hacia tierra, dirigiéndose pocas palabras entre si y muchas e inquietas miradas a las nubes. Faltaba una de las lanchas, una que había ido más lejos que las demás y distraídos los ocupantes con la abundante pesca, no se percataron de la maniobra de las otras. Solo cuando la ráfaga de aire caliente les dio en el rostro y obligó a crujir la lancha, los hombres se miraron, cambiando sin hablar sus impresiones y con el ceño fruncido y la cabeza baja comenzaron a remar acompasadamente.
.....Quien no haya vivido en la costa cantábrica no puede figurarse la rapidez con la que el cielo se cubre de negros y espesos nubarrones, se encrespa la mar, comienza a estrellarse contra las rocas de la costa y en un instante se vuelve oscura y terrible aquella decoración. En tan críticos momentos, una ola terrible, altísima, venia hacia ellos y al lado de aquella montaña de agua verde, la lancha y los hombres parecían una hoja de árbol y sobre la ola, cabalgando sobre su inmensa cresta de espuma, venia un madero grande y negruzco. Sobre este monstruo no había defensa posible. Los marineros abandonaron todo, se encomendaron a Dios y guardaron.
.....Pasó la ola produciendo un grito de terror entre los espectadores. La tripulación se creyó levantada en el aire, unas veces y sumida en el abismo otras y siempre girando con vertiginosa rapidez, se oyó mucho ruido de columnas de agua y de aire que chocaban entre sí, el golpe que produjo el madero al caer a la lancha y la madera rota en pedazos.
.....Cuando aquellos infelices recordaron el dominio de sí mismos estaban dentro del puerto. La ola les había llevado en sus entrañas. Fijáronse entonces en el madero: era una imagen tallada de la Madre de Dios. El grito de “Milagro” corrió de boca en boca y los marineros agradecieron su salvación a la Virgen que les había guiado para entrar en el puerto. Depositada la imagen en la capilla de San Antón, en las inmediaciones de la barra del puerto, al día siguiente apareció sobre el otero, y trasladada de nuevo a San Antón, se repitió hasta tres veces el milagroso desplazamiento. Se tomó como deseo de la Virgen de que allí se le erigiese una ermita; de ello se encargó un fervoroso devoto.
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